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Alpujarra

Granada

Pampaneira, noviembre de 2016.
Como el agua nunca resiste quieta -y vemos aquí que desciende por los barrancos arrollándolo todo a su paso-, salgo a romper la monotonía de mí mismo y de mi paisaje para buscar el sur y seguir, en la medida que el reloj y la lluvia lo permiten, el rastro de Alarcón por la «la indómita y trágica Alpujarra». La Alpujarra, desarticulada como el resto de las comarcas históricas (la Alcarria, la Rioja, la Mancha...) desde la fragmentación provincial que la repartió entre Granada y Almería, produce la impresión de ser un mundo separado del otro mundo por montañas y derrumbaderos. Pero esta Alpujarra ya no es la rudimentaria que recorrió Alarcón. Tampoco la desamparada que inmortalizó Brenan. El diluvio de los tiempos las arrastró deslizando ladera abajo por el cauce de la desaparición.

He notado, sin embargo, que esas Alpujarras todavía perviven en el imaginario turístico, y los hay que caen por aquí con la pretensión de encontrar lo más tosco y rupestre del país e incluso el último turbante puesto en cabeza morisca. Quien sigue empadronada es una parte de los universitarios extranjeros que, imitando a Brenan, llegaron en los 70 huyendo de su aburrimiento urbano. En día de mercado Órgiva saca a la luz el perfil multicultural de una comarca ensuciada por el perroflautismo europeo más insustancial, que huyendo de no se sabe qué, viene a la conquista de la litrona con la tarjeta de crédito en la boca. Son distintos, dice el dueño de un bar. Quizá en una tienda de corbatas, en su bar son todos calcados. No distinguirías a uno del siguiente: visten igual, lucen idéntico despeinado y teclean (¿«¡Visa o muerte!», tal vez?) en los mismos móviles de última generación que semejan vitrocerámicas. Son adocenamiento tribal, pura repetición.

Las invisibles «Hurdes andaluzas» de Alarcón no existen: el asfalto acabó con su incomunicación. Tampoco perdura la Alpujarra de Brenan, y aunque hippies quedan diseminados por las montañas, no andan exentos de tasas y regulaciones porque en el paraíso de las flores las cosas también cuestan y no las gobierna la anarquía. Aún así, la comarca conserva su hechizo como refugio de los desencantados que piensan que un lugar puede salvarles la vida. Ninguna idea tan expuesta al ridículo como la de creer que un lugar curará tus males: «Nunca desembarcaremos de nosotros mismos», aquella frase de Pessoa en el Libro del desasosiego... Un lugar -o una persona- no te da nada que no lleves contigo, sólo saca de ti lo que tú ya tengas dentro. Y si nada tienes y nada llevas, pues entonces temporalmente disfrazarás tu nada respirando otros aires y punto. Por aquí abundan las fuentes, pero de ninguna fluye agua sanadora de almas.

Siempre trato de evitar la fórmula de describir un paisaje como «espectacular», calificativo que igual le sirve a un desierto que a una papada, pero el de la Alpujarra lo es. Por eso sorprende que Alarcón, granadino además, no renunciase a su antipatía por la descripción paisajística y por una vez detallara el panorama de manera realista. Apenas lo describe, y cuando lo hace dibuja el escenario montañoso de los románticos: una letanía de tópicos más manoseados que el pomo de una puerta y que también sirven igual a Suiza que al Kilimanjaro. En cambio, a mí estos paisajes me llenan de ánimo los pulmones de forma automática. Como escuchar Divenire de Einaudi, que por alguna razón consigue que me entren ganas de salir disparado a escalar los mares y bucear los montes, a correr por los cielos y volar por los suelos. Será que detona el entusiasmo de mi espíritu asilvestrado. O acaso revela una preocupante falta de riego, que bien podría ser, bien podría ser.

Los pueblos del barranco del río Poqueira, de aspecto moruno y sufijo mozárabe que suena a gallego, dejaron atrás su atrofia y su legendaria condición de soledades inaccesibles. Para mayor suerte de sus habitantes y de los turistas, porque Bubión, Capileira y Pampaneira son la estampa elegante de la comarca y se me alcanzan los inconvenientes de haber tenido que subir hasta aquí a lomos de burro: estamos abiertos a correr aventuras, pero abreviando la angustia. Como la Alpujarra es tierra quebrada, la orografía manda: los tres se descuelgan por debajo del Mulhacén y del Veleta escalonando una maraña de casas blancas que parece dispuesta a rodar por la pendiente en cualquier instante. Calles un poco absurdas de tan estrechas y empinadas, pueblos de los que el ojo nunca se cansa pero que ponen a prueba las piernas. Más arriba en las alturas, dominando los abismos de los 1.500, se encuentra Trevélez, en tiempos pasados el pueblo jamonero más famoso del país.

Lo malo del sur es que está bastante lejos del norte, así que debo agradecer a la lluvia su inestimable presencia, que nos ha evitado la incomodidad de disfrutar completando el recorrido. Meses llevaba sin dejarse ver, cuenta la gente. Meses, insisto, pero algunos somos de natural afortunados y podemos presumir de haber gozado de ella en la primera visita. Y no una modesta llovizna al alcance de cualquier infeliz, no, lluvia violenta, torrencial, de esas que hablan los libros y ocurren una vez cada cinco o seis lustros. Todos aspiramos a verla arruinar nuestro viaje algún día, pero sólo los elegidos damos en lograrlo.