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Cazorla y Segura

Jaén y Albacete

Riópar, octubre de 2013.
Supongo que nadie se ofendería si dijese que Jaén y las tierras altas de Albacete parecen franja castellana embutida entre andaluces, manchegos y murcianos. O sí, vete tú a saber, que corren ambientes susceptibles y todo lo que no sea exaltación genuflexa se considera hoy inaudito improperio a castigar con la máxima severidad. Das los buenos días y no tarda en aparecer un anormal exigiendo que matices tus palabras. Pero siempre se escribió que Castilla y Andalucía se acoplaban en el agujerón de Tíscar, en las peñas de Cazorla, y las junglas de Segura, huérfanas de caminos, alejaban la comarca contigua más que la propia distancia. Montes de madereros y trashumantes, sierras que arropan pueblos que presumen de esos castillos roqueros tan seguros de sí mismos, que asusta imaginar lo que sería atacarlos.

Tampoco habría de extrañar mi impresión, creo yo, porque durante seis siglos estos sembrados pertenecieron al Adelantamiento de Cazorla y la Encomienda Mayor de Castilla, señoríos fronterizos que, allá en el primer tercio del siglo XIII, el rey castellano Fernando III el Santo adjudicó, uno, a Jiménez de Rada, soldado y arzobispo de Toledo, y otro, a la Orden de Santiago, de modo que es natural que alguna herencia quede. Ambos formaron la línea de choque en el frente andalusí, dos siglos y medio custodiando la Frontera del mediodía y repoblando las plazas arrebatadas al Reino de Granada. Esto de las haciendas eclesiásticas genera un debate que atrae a la demagogia como el sueldo público al amigo del dolo y además cultiva esas mentes en barbecho que no se van por las ramas de los contextos históricos. ¡Fueron dominios nocivos!, braman los que se dicen ateos cuando no son sino comecuras. Los fanáticos es lo que tienen, una sola idea que les ocupa el cerebro entero.

La fea costumbre de trasladar al presente las cosas del pasado. No hace falta acumular más sabiduría que una biblioteca para comprender que la aberración antimoderna en que las haciendas eclesiásticas se transformaron con el tiempo, apenas compartía el nombre con aquellos señoríos de frontera. De frontera medieval, con lo que ello implica: combates, inseguridad, muerte... El personal aceleraba cuando llamaban a combatir y repoblar la frontera, sí, pero en dirección contraria. Por lo visto, hay quien piensa que recibir un señorío en la marca fronteriza equivalía a heredar una parcela urbanizable en Conil de la Frontera (ahí están los templarios, que salieron por pies del suyo en la Mancha), como los hay que piensan que los sonrosados que siglos después abultaron su andorga en el palacio episcopal y los presumidos que por megalomanía ingresaron en la Orden de Santiago, se parecían en algo a Jiménez de Rada y los freires santiaguistas.

Cazorla y Segura son sierras de paisajes épicos y solitarios, de orografía brusca, esculpida a machetazos. Apenas unas décadas atrás tenían por loco al forastero que se sumergía en ellas sin seguir los pasos de un guía local: se arriesgaba a que un día lo hallasen convertido en momia o esqueleto. Y aún exige cierta precaución, porque en el interior los pueblos escasean y sus caminos son senderos o pistas en donde sólo el viento agita la tierra. La misma travesía en coche desde La Iruela al nacimiento del Segura por Fuente Acero y los desérticos Campos de Hernán Perea, recomienda un todoterreno. Salvo que te aconseje la inconsciencia en lugar de la razón, que es mi caso, pero la inconsciencia también tiene límite y ni al volante de un tractor oruga recorrería yo esa ruta en invierno. El Concejo de la Mesta cristianizó las sierras para pasto, y los trashumantes, aunque pocos y en declive, mantienen viva la tradición de conducir sus rebaños en un viaje de ida y vuelta a Sierra Morena.

Con todo, el pasado serrano suena más a tronco y maderero que a oveja y pastor, porque aquí en donde el litoral queda bastante a trasmano, se constituyó la provincia marítima de Segura de la Sierra. Marítima, sí. Los bosques de Cazorla y Segura abastecieron de madera a la industria naval durante décadas, viendo desfilar a ejércitos de leñadores y otros oficios agregados de los que nunca antes había oído hablar siquiera (costilleros, pelaores, etc.). Es la ventaja del viaje rural, sacas a las horas un considerable rendimiento al mezclar lo agradable con lo útil: te libera del ritmo enajenado y te educa en nuevas enseñanzas. Pero tan protagonistas como los montes y bosques son los ríos que facilitaron el traslado de los troncos a cotas inferiores: el Guadalquivir, el Segura y sus afluentes: Guadalimar, Zumeta y un etcétera que incluye al Mundo, río que desagua en el Segura y brota despeñándose en cascada entre los riscos verticales de su calar.

Leí de alguien, ya ni recuerdo su nombre, que como toda España era un monumento, no había que andarse con escogimientos para viajarla, cualquier comarca valía. La frase me hizo gracia por su vehemencia, pero no iba desencaminada. Lo que sí recuerdo es que aquel hombre viajaba de ciudad en ciudad pasando tan deprisa por los pueblos, que seguramente la velocidad le peinó el primer tupé de la historia. En las ciudades se aprende poco de un país, la mayoría falso y el resto, irrelevante. Además, frente al reloj triturando la vida en las ciudades, en los pueblos nadie tiene prisa por nada.