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La Jacetania

Huesca y Zaragoza

Hecho, noviembre de 2011.
Siento una atracción especial por la dualidad de la montaña, paisajes imbatibles en belleza que un fulminante cambio de aires vuelve crueles y despiadados. Cruzan del beso al mordisco sin mediar flagrante delito. Hay paisajes, desde luego apreciables, que desfilan hacia el olvido diez minutos después de su contemplación; los montañosos se te graban para siempre en la memoria. Tal vez porque las moles de la Jacetania, y otras de similar fachada, son la obra maestra de la naturaleza. Abruman y dan buena cuenta de nuestra insignificante endeblez. El poderío, como todo en la vida, depende del contexto: ese mismo armatoste quitanieves que en Ansó parecía un titán, no llega a pisapapeles en la escena del valle de Zuriza. Reconózcase o no, el montañismo arrastra su parte pretenciosa de intentar domar lo indómito y conquistar lo inconquistable.

La tierra vieja, en Aragón y en cualquier otro lado, posee el atractivo de lo sobrio y desnudo, la austeridad de lo que ha resistido el embate de los tiempos y las embestidas de nuestra boina. Pueblos de larga historia que saben cosas que callan, porque aun cubierta de montañas y ríos, en esta comarca no todo lo crió la naturaleza. La Jacetania es el Viejo Aragón, los valles y montes pirenaicos en donde nació el primitivo condado medieval que ascendió a reino sin haber rebasado el Ebro. Los favorecidos con vista telescópica aseguran que en jornadas limpias y despejadas puede uno contemplarlo por entero desde el Balcón del Pirineo, un mirador situado en las proximidades de San Juan de la Peña, cuyo inverosímil monasterio antiguo, afianzado bajo un peñasco, acumula leyendas y supersticiones desde la oscuridad de los días. A semejanza de Siresa, Jaca o el paso de Somport, porque en la tierra vieja no existe piedra sin leyenda ni objeto que no sea una reliquia.

La combinación de leyenda y día oscuro siempre aconseja cierta prudencia, porque a menudo la primera viene forjada fraudulentamente y la oscuridad del segundo consiste, sin más, en la dificultad para precisar un origen a veces no tan remoto como cabría sospechar. Nuestra imaginación hace el resto: oye la palabra leyenda y de inmediato vuela hacia espadas y pergaminos. Pero los mitos y las tradiciones nunca surgen de la nada. Allá abajo, oculto en el lodazal de sus muchas mentiras, duerme el poso de verdad y realidad histórica que los fabulistas retorcieron y los cronistas introdujeron en las mentes necesitadas de creer. En cambio, no es leyenda que el territorio que durante tantos siglos gobernaría los vientos del Mediterráneo, naciese en las montañas adoptando como propio el nombre de un río. Quizá porque el Aragón desemboca en el Ebro y no en la mar, «que es el morir; allí van los señoríos derechos a se acabar y consumir».

En invierno la Jacetania pertenece al esquiador, y en el resto de las estaciones, al montañero de diverso género, pero ha experimentado un incremento en turistas de cuerpo perezoso. Domingueros, decíamos antes de iniciar la deriva hacia esta sociedad adolescente de ofendidos profesionales. Y aunque por lo común los inquietos creemos ser la última frontera frente a la barbarie y explicamos al prójimo el sentido de la vida con una frasecilla chorra que no desentonaría en una telenovela, la realidad es que tenemos más de hijos putativos del ilustre dominguero que de herederos del paseante ilustrado. Los domingueros se confunden hoy con peregrinos y excursionistas en las calles de Jaca y hasta puedes verlos zascandileando por Hecho y Ansó, plazas fuertes senderistas. No sé si eso significa algo o si en realidad no significa un carajo, pero cuando sucedió en un lugar siempre anticipó el desembarco de visitantes en cantidad notable.

Cosa que vendría muy bien a la Jacetania por mucho que la perspectiva no satisfaga a esos montañeros que deambulan por sus pueblos con gesto sancionador y ojo inquisitorial; soplagaitas que creen tener sobre estas montañas un privilegio exclusivo o acaso un título de propiedad. Héroes que no caben con nadie en el mismo mundo y piensan que los domingueros bastardean una comarca que se ha mantenido pura y saludable por los cuatro putos duros que ellos gastan durante su estancia ocasional. ¡Tápiense los montes para su egoísmo y tranquilidad! ¡Ciérrese el acceso a quien no acredite limpieza de sangre y sólidos antecedentes montañeros! En fin, he venido por aquí más veces de las que recuerdo y muchos de los pueblos llevan años viviendo a orillas de la gente, reclamando una función que poder representar en el vistoso anfiteatro que forman sus montes. Ojalá se la entregue esta nueva cultura de viajes que surge en torno a lo rural.

Frente al mejor futuro que la geografía y los caminos concedieron a la cuenca alta del río Aragón (Jaca, Villanúa, Canfranc), los valles de sus tributarios -Aragón Subordán (Hecho, Siresa) y Veral (Ansó, Biniés)- permanecieron inmóviles en el tiempo mientras la Alta Zaragoza naufragaba en las aguas del pantano de Yesa. Aquélla sigue latiendo con fuerza, los otros se desperezan a manos de quienes buscan los recovecos menos concurridos y la última archiva sus memorias bajo los escombros de sus despoblados (Tiermas, Escó, Ruesta), en donde ya sólo retumba el silencio de los cascotes. Me pregunto qué sienten los que ven su pueblo amortizado hasta la ruina.