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Américas

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Buenos Aires, noviembre de 1997.
Experimentar la sensación de viajar sin la servidumbre del tiempo, sin quedar sujeto a una fecha prevista de antemano para regresar. Ahora o nunca, pensé entonces, y hoy, recién terminada la aventura en solitario por las Américas, me parece más evidente que la propia verdad revelada. Hacer lo que quieres hacer si puedes hacerlo, eso era todo. Sin miedos, sin excusas. «Para no descubrir, en el momento de mi muerte, que no había vivido», como escribió Thoreau. O, mejor, para no dilapidar la vida vegetando en sus suburbios a pesar de haberlo descubierto mucho antes de que el cura se persone con los trastos de la extremaunción, que debe de ser bastante más frustrante. Y ya nada será igual, porque la decisión de hacer este viaje ha marcado un antes y un después, el fin de algo que fue y el inicio de algo que será.

Una de las muchas cosas que he aprendido vagabundeando por aquí, es que cualquier motivo que te mueva a viajar durante meses se tiene por absurdo si no es el de encontrarte a ti mismo. El gremio de mochileros te mira con incredulidad: «Ahí va ese que no se busca». Claro que luego no aprecias en ellos otra búsqueda que la de algún infeliz al que aburrir con penosas anécdotas de viaje. O con chorradas seudomísticas, como la inglesa que llevaba semanas vaciándose pintas en Belice para purificar su alma y entenderse. Siempre tendrá un hueco en mi corazón. Será que el milenio se apaga y vemos aproximarse aquel apocalipsis que profetizaron Arrabal y su cogorza, pero cuando al cabo de unos años echemos la vista atrás, dudo que sepamos precisar si fuimos una generación o la oficina de objetos perdidos. O quizá Emerson tenía razón y viajar es el paraíso de los necios: la manía de creer que un viaje hará el trabajo de poner tu vida en armonía para revelarte por fin quién eres.

Y lo hará, no en cualquier lado, sino mientras contemplas las ruinas de Tikal o Machu Picchu con la suave brisa del atardecer acariciándote la tontería, para que así el relato del glorioso acontecimiento no tumbe al auditorio cuando lo repitas por enésima vez. No se puede prefijar el momento en que la personalidad define sus rasgos, menos aún pensar que aparecerá por el solo deseo de querer buscarla, como si fuese un buzón o una cabina. Y si además viajas para rodearte de gente igual que tú y hacer lo mismo que haces en casa, entonces tal vez debas admitir que el rasgo principal de tu personalidad es la falta de ella. El vacío existencial te acompañará toda la vida, durará más que el trayecto en bus por el infame camino que cruza la Selva del Chaco. La puta Selva del Chaco... «¿De Santa Cruz a Asunción? Veinte horas», dijeron en Transportes Yacyretá. También ellos tendrán siempre un hueco en mi corazón.

Tres días, tres, embarrancando en los arenales de un lugar inhóspito que nada ofrece salvo colonias menonitas y un puñado de puestos militares en donde soldados y guaraníes compiten por el título al mayor alcoholizado. Ruedas atascadas, caminatas, noches en la nada, controles policiales, mil averías. «Veinte horas», la madre que los parió: ni volando completarías esos 1.500 kilómetros en veinte horas. Y gracias, porque hay quien tardó el doble. Si no estuviera tanto en Babia habría desconfiado de que mi compañero de asiento, un viejo cincuentón al que jamás había visto, me recibiese con el abrazo efusivo que se reserva para el familiar desaparecido en las guerras púnicas. No digamos cuando uno de los menonitas paraguayos que abarrotaban las filas y parecían emigrantes recién salidos del Zúrich decimonónico, se interesó -en un idioma semejante a la farfolla ininteligible que escupe Robinson en Canal+- por el motivo de mi presencia en el bus.

Sin embargo, pasadas las horas, son precisamente esas cosas las que más perduran en la memoria de un viaje. Por muy imponentes que sean los restos de Tikal o las pinturas de Bonampak, el salar de Uyuni o las cataratas de Iguazú, la memoria dispara primero con otros recuerdos: Tierra del Fuego no es tanto Ushuaia o el canal Beagle como los días de ruta acompañando al titiritero mapuche; Patagonia no es tanto el glaciar Moreno o las Torres del Payne como el trayecto por la solitaria pista que los enlaza; Atacama no es tanto el Valle de la Luna o los géiseres del Tatio como la fiesta con las noruegas... Y la Selva del Chaco no es tanto el puto tormento que fue atravesarla como las tertulias con unos personajes tan insólitos, que darían material a Berlanga para rodar no ya una peli sino un culebrón. Conste que tampoco yo me excluyo, que subir a ese bus sin obligación ni grilletes no lo hace alguien juicioso.

Un viaje de vagabundeo debe terminar cuando el siguiente lugar te parece un lugar más, cuando no eres capaz de ver en él sino la repetición de otro anterior. Cuentan que en el templo de Delfos hubo una inscripción que decía «Nada en demasía». Cualquier actividad hecha en exceso acaba cansando y supongo que la de viajar no se encuentra inmune. Así pues, conseguido ya el propósito, me despido. Queda el regusto agridulce de saber que este viaje imperfectamente perfecto es único e irrepetible; ninguno tendrá los mismos alicientes. Comenzó en el momento justo y concluye en su justo momento.