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Namibia y Botsuana

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Gaborone, noviembre de 2006.
Homenaje. El homenaje que Namibia y Botsuana rinden a los horizontes despejados y el que nos hemos tributado, seguramente sin merecerlo, con una ruta especial de larga duración. Y mientras el silencio de los espacios abiertos relaja a las personas que nunca han hecho mal a nadie, a las que tenemos turbia la conciencia nos arroja a la meditación. Y así, durante el trayecto he ido dándole vueltas y más vueltas a esta sentencia de Pessoa: «Quien ha cruzado todos los mares sólo ha cruzado la monotonía de sí mismo». Preguntándome si no habré corrido mucho para luego en realidad no haber llegado muy lejos, preguntándome si en esta afición a viajar no habrá hoy ya tanto de premeditada búsqueda de nuevas emociones como de inquietud por saber lo que existe aquí afuera.

«Les entrego un uniforme, y cuando toca colada, les entrego otro. Si les diera dos a la vez, regalarían uno», frases del mandamás de una reserva de fauna en el Kalahari Central. Según cuenta Van der Post en El mundo perdido del Kalahari, los bosquimanos de la sabana no tienen noción de propiedad. O quizá sí la tengan, pero heterodoxa porque heterodoxos son ellos, su percepción del mundo e incluso su hablar a base de chasquidos y golpes de lengua. La fuerza lógica que no prescinde del sentido común: ¿para qué dos camisas si sólo te pones una? ¿Para qué más cosas de las que puedes cargar si en cualquier momento has de salir con destino a otro lugar? «No había nada que no pudieran recoger en un minuto, envolverlo en sus mantos y transportarlo a la espalda», añade Van der Post. Los bosquimanos no se ven negros sino rojizos; negros son los bantúes y zulúes que a la manera del afrikáner blanco llegaron del norte a fastidiar.

Y siendo sus primitivas tierras todas las del Kalahari, tampoco se consideran nómadas: recoger los trastos para ir a favorecer con tu visita al extremo opuesto de la misma finca no implica nomadismo, es un simple traslado. ¿O acaso alguien entra en la vida ambulante por cruzar del salón a la cocina? Para nómadas y rojizos, los himba, otra tribu mítica del África austral. Perdidos en la desértica región namibia de Kaokoland, pastorean sus trenzas y sus raquíticas cabras en busca de agua y alimento por parajes en donde divisar un arroyo y hasta una brizna de hierba ya supone un prodigioso milagro. Pero como dijo aquel viejo en las Bardenas, la aridez enseña y espabila los sentidos. Sus mujeres embadurnadas de arcilla y manteca se han convertido en uno de los iconos del país: guapas de cara y alguna con el cuerpo tan desfondado por los partos, que a sus veintitantos copia la silueta de la Venus de Willendorf.

Los grandes espacios perjudican a la felicidad, aseguran los nuevos profetas de la cosa espiritual. Dado que yo no comparto esa opinión, debo de ser un materialista de la peor estofa cuyo interés radica en que la desgracia arraigue y prospere. Y también un miserable, porque me gustaría que espoleasen su felicidad en la estrechez carcelaria de Alcalá-Meco. Confunde a mis enemigos, Señor: no hay gilipollas sin receta para la paz interior ni hortera sin pantalón pirata. Namibia y Botsuana son dos enormes despoblados que de vez en cuando te sorprenden con una aldea o un conjunto de cabañas que surgen bruscamente de la nada. La inmensidad del vacío domina el panorama. Kilómetros de pistas tan rectas como la moral de un monje trapense, y una curva se nos aparece de improviso para conceder a mi buen compañero de viaje la oportunidad de lanzarme por un barranco y comprobar la validez de mi tesis de que lo malo de morir es que no estás vivo.

En fin, la suerte, engendro que jamás nos asiste porque lo creemos siempre acompañando a los demás, ha desbaratado la inauguración de una franquicia de la Costa de los Esqueletos en la soledad de ninguna parte. Pero a ratos ese vacío se descuida, baja la guardia y abre el paso a lugares inverosímiles. Un río, el Okavango, que no desagua en el mar sino en la llanura, para formar un delta tierra adentro y a continuación desaparecer en un rosario de canales y lagunas. Otro río, el Chobe, cuyas orillas almacenan a tal cantidad de elefantes, que nadie quiere dedicar su vida al trabajo de contarlos. Un desierto, el Namib, que descarga sus dunas en el océano para que colisionen con las olas y se coman barcos y ballenas. Una ciudad minera, Kolmanskop, que llegó a ser la más rica del continente y hoy representa el espíritu de un mundo postapocalíptico, con sus edificios desmoronándose engullidos por las arenas.

Ambos países derriban el mito, que no lo es en absoluto, de la peligrosidad que entraña el viajar a tu aire por el África subsahariana: recorrer Namibia y Botsuana es empresa fácil y agradable. Y libre de sustos si no desafias al peligro cediendo el volante a un incompetente titulado. Aunque también derriban el mito, que tampoco lo es, del chollo que supone perderse durante semanas por África al precio de cuatro pelas. Aquí las atracciones abundan y son de nivel, pero debes costearlas con bastante dinero. Imagino que es como lo que cuentan del vino: si lo quieres barato y en galones, te sirven del malo.