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Destierro del Cid I

Varias

Teruel, octubre de 2014.
Semanas antes de empezar esta aventura en solitario leí una entrevista en donde el actor Galiana, narrador del documental El Camino del Cid, declaraba que apenas existen fuentes sobre la vida de Rodrigo Díaz. El Cantar de Mío Cid y poco más, decía el hombre. Me chocó esa demostración tan franca de ignorancia y nula retentiva, porque el Cantar -y su documental hace hincapié en ello, aunque bien cierto que sólo treinta o cuarenta veces- no es una biografía, es literatura. Tiene más de fabulación que de realidad, pues el propósito de su autor consistía en fabricar un héroe literario, no en relatar la vida del Cid. Son historietas hábilmente encauzadas que, mezcladas con verdades, dieron como resultado un poema épico que glorifica a un héroe real por medio de alterar hechos, omitirlos y hasta inventarlos.

El Camino del Cid es una ruta joven y sin tradición que comienza en Vivar del Cid, descarga en Levante y rastrea las huellas del Cid literario, no del Cid histórico, de modo que carece de sentido ponerse a repasar los hechos que aparecen en las fuentes documentales, para luego contrastarlos con los del Cantar, que además abre en el primer destierro. Basta con tener claro que la mayor parte de sus episodios son ficción, distorsiones de la realidad y enriquecidos literarios que empobrecen la verdad histórica. Repiten los académicos que la figura del Cid goza de buena salud. Yo, que podría escribir varios libros con lo mucho que ignoro sobre la materia, creo que quien goza, no de buena sino de estupenda salud, es el mito: lo que el Cid nunca fue pero ya siempre será. Horas hubo para meditarlo mientras entrelazaba pedregales por el silencio de estas serenidades del páramo y la montaña, tierras alejadas de todo aun cuando nada se halle demasiado lejos.

Como las rutas temáticas te desbastan si pones empeño y estudias con provecho de buena administración, he aprendido que la mayoría de los personajes del Cantar se corresponden con personas reales y coetáneas del Cid, pero casi ninguna participó en los acontecimientos históricos que narra o siquiera estaba en donde la coloca. Su autoría es un asunto espinoso entre los leídos, que sólo coinciden en que la versión oral se popularizó durante el siglo XII en Soria y Segovia, rayas fronterizas en donde colonos y escuderos vieron al héroe literario como su igual. El espejo que reflejaba sus sueños y miserias: el infanzón que guerreando por su cuenta lograba su propio señorío, el hombre bueno curtido en la frontera que vagaba desterrado de su patria por el contubernio mesturero de la oligarquía que ganduleaba lejos del combate. Esa nobleza de herencia y retaguardia que los caballeros de la Extremadura castellana -y el autor del poema- tanto detestaban.

El Cid histórico no fue infanzón ni tampoco colono fronterizo, claro, pero sí una de las figuras más destacadas de los estertores del siglo XI, época de las primeras taifas y del desembarco de los almorávides. Su personalidad atípica y desempeño en el campo de batalla (de ahí ese apelativo de Campeador con que fue conocido en vida), sumados a la espectacularidad de sus victorias en inferioridad frente a la hasta entonces invicta turba almorávide, cimentaron un prestigio que se extendió por ambos lados de la línea divisoria y más allá de los Pirineos. Mientras reyes y condes se estrellaban contra la morisma, el Cid vencía. Murió sin sufrir una sola derrota, y posiblemente los sucesos posteriores alimentaron el deseo de los juglares por cantar sus gestas: su nieto restauró el reino de Pamplona como independiente de Aragón, y Castilla abandonó a León con una estirpe de reyes que también llevaba su sangre. Su muerte no sepultó su fama, aunque quizá su fama lo haya sepultado a él.

Un libro que viaja nos obliga a acompañar a sus protagonistas, y los principales del Cantar son el Cid y la frontera medieval. Su espíritu de frontera es tan intenso, que lo sientes escoltándote de Burgos a la ribera del Duero, avanzando contigo desde la sierra de Miedes hasta Medinaceli, persiguiéndote por las cuencas del Jalón y del Jiloca, reventando tus piernas en los escarpes del Alto Tajo e incluso pagando las birras en Teruel: en el Cantar la frontera está en donde esté el Cid y el Cid está en donde esté la frontera. Y aunque el poema omite sus cinco años en la taifa, creo que ese espiritu habría venido rodando a mi lado hasta Zaragoza, porque la fantasía te da lo que la literatura no puede. Si el puto temporal lo hubiese permitido: tras esquivarlo durante días, me enganchó en el Jiloca y reapareció convertido en granizo para apedrearme en el Alto Tajo. Mi versión libre del Camino del Cid termina aquí, en Teruel, las tormentas sentencian sin darme voz.

En la balanza de esta ruta tan larga el regusto amargo de la derrota se equilibra por las sensaciones del recorrido, todas intensas pero no todas entregadas a la profundidad filosófica, porque el barro y el granizo mejorarán las blasfemias, pero dan poco espacio a la introspección y la vida contemplativa. Me fastidia dejarlo incompleto, la verdad. Máxime cuando por primera vez la bici estaba sufriendo la aspereza del itinerario bastante más que yo. Supongo que volveré para retormarlo y alcanzar las playas del Mediterráneo. Algún día de algún mes de algún año.