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Transegoviana

Segovia

Bilbao, mayo de 2014.
No me gustan las rutas de ámbito provincial. No me gusta recorrerlas en coche y menos aún en bici, porque siempre acabas corriendo o haciendo demasiados kilómetros. Tienen la ventaja de recordarte que las provincias son entes heterogéneos formados por fincas distintas, pero nunca hay tiempo suficiente y terminas prescindiendo del detalle y entrando en el campo operativo del trazo grueso. Comes mucho pero saboreas poco. Sin embargo, dado que somos personas de coherencia inestable, esta vez nos apartamos de los espacios históricos, comarcas y caminos de la literatura para recorrer una provincia que siempre dejamos de lado, como si estuviese ubicada en la vecindad de Madagascar y no la atravesáramos con frecuencia: Segovia, llanuras tristes y los «más fastuosos e imponentes» castillos.

Esos fastuosos castillos que deslumbraron a Azorín se mantienen fastuosos (el Alcázar y los de Coca y Cuéllar, en particular) y junto al contundente acueducto romano, las hoces del Duratón y el Real Sitio de San Ildefonso, son el reclamo de una provincia que esconde joyas como Pedraza, Maderuelo y Ayllón. Ensombrecida por la monumentalidad de su capital y en demasiadas ocasiones reducida a lo banal por la pamema gastronómica, la provincia de Segovia seduce sin artimañas. Hay aquí una modestia impropia de estos tiempos tan prolíficos en charlatanería y municipalismo fantasmón. Un quitarse importancia y una falta de ostentación que desentonan con la marrullería turística que factura charcas como orinocos y postizos como naturales. Para colmo, en ciertos pueblos te reciben incluso con un asombro mayúsculo por el hecho al parecer increíble de que hayas venido a la provincia pudiendo haber ido a cualquier otro lugar.

Acaso esta suerte de baja autoestima se deba a que el circuito segoviano del turista tipo suele limitarse a la visita de los monumentos de la capital. A lo más, con una extensión heroica a Sepúlveda para acercarse diez minutos a los abismos del Duratón antes de engullir un asado y así incluir la provincia en la lista de sitios explorados en profundidad y de los que uno informa con la autoridad que sólo el beneficio de esa vasta experiencia concede a los muy aventureros. En fin, hace tiempo que perdí la cuenta de esos artículos que relatan con profusión y detallado rigor estancias de, digamos, tres días en Katmandú y llevan por título «Mi viaje por Nepal». Viaje de mérito, desde luego, aunque quizá un poco breve para encabezado tan generoso y más aún para dispensar recomendaciones sobre el país, pero respondan de ello sus autores. Algo semejante sucede con la provincia de Segovia.

Uno de los hitos a no perderse es el claustro románico de Santa María la Real de Sacramenia. Si ampliamos la ruta para que llegue hasta Miami, me refiero, porque allí está hoy, sirviendo de decorado para los banquetes de horteras junto a otras dependencias del que fuese monasterio cisterciense. El expolio del patrimonio histórico se prolongó durante un siglo y medio, desde principios del XIX hasta la década de 1950. Comenzó con la rapiña del gabacho, lo multiplicaron esas desamortizaciones que cuentan sus secuelas por despojos, lo redoblaron las tres carlistadas y lo remató la codicia acaparadora de sujetos como Hearst, aquel silvestre que inspiró a Welles su Ciudadano Kane. La incultura y la apatía de un país arruinado abrochadas a la avaricia de un enjambre de oportunistas venidos de lejos y otros tantos sinvergüenzas autóctonos, provocaron la partida de iglesias, torres y monasterios desmontados piedra a piedra y comprados a precios que rebasaban la linde del latrocinio.

De los objetos sueltos que arramblaron, ni se sabe. Bien oculto bajo la careta de hispanófilo amante del arte, ese piquete de depredadores y traficantes de antigüedades despedazó cuanto quiso y dominó la suerte del saqueo con mayor destreza que el pirata Barba Negra. Como si fuesen las llaves del buzón o la vergüenza de un político, edificios completos se encuentran en ignorado paradero, a salvo de alma decente que los pueda encontrar. Tal vez acumulando años de polvo en un almacén portuario, tal vez escondidos en el latifundio americano de algún esnob con menos honra que vanidad. Todo muy legal, por supuesto, que no en vano esos filibusteros regaban con buen dinero las plantas parasitarias del Estado. Las piezas españolas que se exhiben en el Metropolitan de Nueva York y el Fine Arts de Boston proceden de un expolio. Autorizado y consentido, de acuerdo, pero expolio igualmente.

Como era previsible, el trazado original quería abarcar mucho en pocos días y sin duda más de lo que la sensatez recomienda para la visita atenta, así que nos hemos visto obligados a ir adaptándolo sobre la marcha y a suprimir algunos tramos para que la ruta no se fuese de madre. Qué le vas a hacer, viajar se alimenta de la imaginación y la imaginación, de la fantasía. Vivir es una actividad que hay que abordar con entusiasmo y sin garantía de acierto. Si quieres garantías te compras una lavadora y disfrutas al abrigo de lo predecible. «¿Recorrer Segovia? ¿Pero tiene algo más que acueducto y cochinillo?», dices mientras clavas en mi pupila tu ojo de cristal.