Me arrepiento de no haber empezado con estas notas mucho antes para demostrar que los tiempos pasados no fueron mejores sino distintos. Y como no lo hice, al menos aprovecharé la ocasión para rendir un homenaje, muy sentido, a mis compañeros en aquellos viajes iniciales. Ganas tenía de retratar a esos insuficientes, a esos majaderos que llevan escrito en el rostro el vicio y su falta de erudición. Con semejantes bueyes tuve que arar. Poco he contado sobre la vergüenza sufrida en unos viajes dominados siempre por el desorden y la depravación. Creo fácil de entender que si uno va a recorrer México, espera recorrer México, no es admisible que dos días después se encuentre aterrizando en Nicaragua. Y si uno pretende ir a Sudáfrica, se informa sobre el país con suficiente antelación, no lo atraviesa de punta a cabo sin más guía que la de un plano turístico que regalan en el aeropuerto de Johannesburgo. ¿Y el viaje por Colombia que de modo inexplicable pasó por Guatemala?
Abandono a los instintos y pura nequicia, así son ellos. Sujetos que se hacen fuertes en su ignorancia: si divisan un libro caen desmayados de un derrame. Y aunque ni beber con elegancia saben, desembocan en la taberna como el agua de lluvia en la alcantarilla. Pese a mis súplicas de sensatez, pretextando cualquier razón convertían el viaje en extravío nocturno: tugurios en Marruecos, en Portugal, en República Dominicana, en Zimbabue, en Perú. Qué decir de Mallorca, en donde escandalizaron a los habitantes encenagándose las noches y los días. Tal vez haya quien visitase más lugares, pero dudo que pueda presumir de haberlos conocido peor. El peso de la ignominia: ¿alguien que se respete mínimamente pediría al taquillero del parque Kruger, cuya extensión equivale a la provincia de Cáceres, que le indique el sitio en donde están los leones? Tan asombrado quedó, que si hoy lo hallásemos, lo descubriríamos relatando el episodio a sus nietos. Sucesos así trascienden generaciones.
Es obvio que siendo yo viajero de la máxima garantía, la culpa de todos esos disparates (y otros que las reglas de la buena moral me impiden describir) se les debe imputar a ellos por entero. Además, andaba yo por entonces en las largas serenidades de la inocencia; apenas sabía de las cosas de la vida y obraba con mansedumbre. Al verse expuestos por mí a la humillación pública, negarán la verdad, y de ahí pasarán pronto a la injuria y hasta al ataque personal. Lo propio en la gente de mala inclinación, la que se cría sin que una hebilla le discipline el lomo. Pero el mar no desborda nunca: de haber liderado aquel viaje en coche hasta Yugoslavia, no habría tolerado que la mitad de los fondos se esfumase dilapidada en borracherías antes incluso de pisar Francia. Tampoco en mis manos se habría tenido noticia de la existencia de Tikal ya terminado el trayecto por Guatemala, ni se habría enviado a nadie a deambular por la Amazonía peruana con zapatos de ante.
Graves fueron sin duda los desquiciamientos que hube de presenciar en los tiempos de la primera juventud, pero las personas espirituales jamás nos corrompemos. Quizá las almas nobles piensen que empujado por el natural resentimiento ante tanta ofensa, cargo en exceso contra esos caballeros. Respondo como Don Quijote a Sancho: «El hacer bien a villanos es echar agua en la mar». Sin embargo, y con el fin de probar que soy hombre justo, no pasaré en silencio que uno de ellos siempre deja huella en las tierras que visita. Porque es un cruce entre Atila y el Mothman, un cenizo que infunde pavor en su camino. Allí donde va, sobreviene la desgracia: inundaciones, terremotos, epidemias, holocausto nuclear. Calamidad y destrucción. Hasta la parca envidia su mal fario. A veces no es preciso que plante un pie para desatar la catástrofe: bastó con que reservase un billete de avión a Roma para que el Papa decidiera dormir el tranquilo sueño de la tumba.
Hasta aquí los hechos. Y son irrefutables, aunque no por ello necesariamente ciertos. ¿Fueron tiempos mejores que los actuales o los intermedios? No lo creo, los recuerdo bien y tenían poco de bucólicos. Los idealizamos no tanto por lo que fueron en realidad como por ser la única etapa en que pudimos ir por la vida sin la molesta carga de una mente adulta. Al menos la mayoría, porque los hay que viven infantilizados a perpetuidad. Y tambien quienes se estancan en el pasado en claro síntoma de vejez prematura. No citaré nombres, que nadie se me insolente.