Hace diez años pasé tres días en Quito, y aunque no hice gran cosa salvo rememorar un aterrizaje que cerca anduvo de aliviar mis penas, aquellos que consideran que viajar se traduce en contar países y acumular sellos habrían dado a Ecuador por territorio ya suficientemente explorado. Sin embargo, nosotros jamás hemos sido presuntuosos, y volvemos para descubrir algún detalle, siquiera mínimo, que tal vez entonces pudiera haber escapado a nuestro conocimiento. Aquí los Andes se rompen en dos y quedan separados por una meseta que desplaza sus tierras de norte a sur entre una cadena de volcanes. Avenida de los volcanes, llaman al corredor interandino, apelativo que la red de redes y los revisteros de viaje atribuyen a Humboldt como un solo hombre. Cuándo y dónde dejó escrita tal expresión son menudencias con las que el moderno enciclopedismo evita perder el tiempo. No lo pongo en entredicho, pero he sido incapaz de encontrarla en su gigantesca obra.
Lo concibiera Humboldt o la chola cuencana, el sobrenombre cuadra a la perfección: Chimborazo, Cotopaxi, Cayambe y una larga lista de volcanes comprimen un altiplano que va desde Ibarra hasta Riobamba y cobija a la mayor parte de la población indígena. Porque existen indios en Latinoamérica, sorpréndase la gente, a diferencia de lo que sucede en las antiguas colonias de holandeses y británicos, muñidores de la Leyenda negra, en donde localizarlos es misión encomendada a rastreadores arqueológicos. La vida de los indígenas -y de los mestizos de las zonas rurales, que tampoco es fácil para nosotros el distinguirlos- parece haberse detenido en una época, no muy lejana pero superada en España, en la que el destino natural de quien veía la luz en una aldea era recorrer paso por paso el mismo camino que recorrieron sus padres, sus abuelos, sus... Semejantes las personas a los troncos, allí donde nacían, allí morían, en palabras de Larra.
Y «vimos una isla, y [...] no hallaron sino lobos marinos y tortugas y galápagos tan grandes que llevaban cada uno un hombre encima; y muchas iguanas», así relata Fray Tomás de Berlanga el descubrimiento de las Galápagos. La expedición perdió el viento con rumbo de Panamá a las costas de Perú, y tras días navegando a merced de la corriente, el azar llegó en su auxilio en forma de archipiélago. Ya ves tú, otros perdemos el viento y ni a palos enderezamos de nuevo el rumbo, y mientras no damos ni con un miserable atolón masificado, ellos se toparon con un grupo de islas paradisíacas habitadas por nadie. Al menos en 1535, porque no pensaba yo encontrar tanta casa y tanto residente en un paraíso de la biodiversidad. Incluido un número exagerado de voluntarios exhibiendo su moralina y una abnegación que sólo opera en lugar exótico, que cuidar viejos en Manchester o Alcobendas no amamanta el ego. Aunque se vacían los seminarios, no por ello escasean los sermoneadores moralizantes.
Las Galápagos son un espectáculo único de la naturaleza: ¿lugar comparable en donde puedas nadar entre bancos de peces y surfear las olas rodeado de focas y pingüinos en libertad? Playas volcánicas de distintos colores, casi desiertas ahora en otoño. Apenas se ven turistas, pero estas embarcaciones, alojamientos y tiendas de chismes en Santa Cruz, Isabela y San Cristóbal no presagian cosa buena en temporada alta, al punto que ya debaten sobre la conveniencia de restringir las entradas. Dudo que cuaje, el turismo ha cebado la codicia de los touroperadores y multiplicado a una población local que ahora depende de los visitantes para subsistir. Además, tienen a las multinacionales de la solidaridad, perejil de toda salsa que engorde su cuenta corriente, amancebadas en esa recolección económica, porque nada más eficaz para estimular el verdadero altruismo que una transferencia bancaria. Mal asunto.
Humboldt dibuja el Quito de 1802 como un lugar que «respira una atmósfera de lujuria y voluptuosidad, quizá en ninguna otra parte exista una población tan enteramente entregada a la búsqueda del placer», descripción más propia de cualquier enclave caribeño que de una ciudad andina repleta de iglesias y conventos. Pero cuando su impresión pudiera parecer fruto del delirio o resultado del mal de altura, confirma lo que antes que él escribieron Ulloa, Cicala y demás sobre el Quito de la última fase del período colonial: una ciudad gobernada por el juego, el desenfreno y la borrachería. Aunque ellos no mostraban la divertida admiración de Humboldt.