Fechas fueron en que todo historial aventurero que no pretendiese avergonzar a la familia debía estrenarse con una excursión por Marruecos, la principal puerta de entrada a lo desconocido. La epopeya africana tal vez se redujese luego a vaguear unos días en Tánger, Chefchauen o el Erg Chebbi, pero vestía mucho a ojos de los amigos sedentarios. Aunque comenzaba a agonizar en beneficio de nuevos paises, Marruecos aún mantenía su aura de camino iniciático cuando desembarcamos aquí un buen día de otra vida. Ni que decir tiene que la situación es ahora muy distinta: cualquiera que respete su vanidad puede abrir el currículo explorador con un viaje organizado a Burkina Faso, y luego regresar alardeando de experimentado en las cosas del mundo a pesar de que nunca antes hubiese ido más allá de Pancorbo. Hoy eres un rumor sin interés, un membrillo, si no te has bañado en los mares de Papúa Nueva Guinea.
Dos siglos después de Alí Bey, acercarse al Moro desde la Península todavía supone transportarse a un planeta «sin la más remota semejanza con el que [uno] acaba de dejar». Cierto que no encuentras la diferencia de veinte siglos que él apreció, pero te internas en un territorio cuya sociedad avanza a ritmo lento cuando no retrocede a paso ligero en dirección a los siglos pretéritos. No hay progreso fácil si una religión, en lugar de complementar, domina como un sátrapa todos los órdenes de la vida. Menos aún el Islam, que no ha pasado su Renacimiento porque no ha superado la Edad Media. Provoca risa floja el servilismo rastrero que muestran aquí, y en países de similar barniz, quienes en casa armarían un escándalo si los obligasen a entrar en la iglesia para asistir al funeral de su propia abuela. Alguno de esos palanganeros turísticos me deshonra con su amistad y se me enfada por la pulla. En este juego de apariencias debes defender tu integridad hasta por afirmar que el agua moja.
Marrakech goza del favor del gran público y de todo amanerado con delirios de santón bohemio, pero la esencia de Marruecos se encuentra en la vieja medina de Fez. En cuanto penetras en su laberinto te ves envuelto en una ceremonia de olores, colores y hedores de la que no saldrás sin ayuda ciudadana, tal es el pifostio de calles. Aunque las probabilidades de perderte son las mismas que las de querer perderte: «Semejante multitud de almacenes forma una especie de feria perpetua», anota Ali Bey. Callejuelas estrechas, muchas sin salida, por donde pululan hombres y mujeres, niños y turistas, mulos y burros. Personas, animales y trastos revueltos y moviéndose en oleadas. Nada se detiene un momento en la morería: diez segundos y la decoración general cambia por completo. Zocos gremiales, tiendas, plazas, mezquitas, colegios... Bullicio y ajetreo. Lugares así dan sentido a un viaje.
Cuesta trabajo discernir con claridad si hoy salimos a viajar o a batirnos en duelo con la geografía, porque el viaje ya no nos parece viaje salvo que nos lleve a los horizontes más lejanos. Menospreciamos lo cercano, lo miramos con desdén precisamente por eso, por su cercanía: nadie puede presumir de carácter intrépido e indomable a la vuelta de una ruta por la exótica Valladolid... Lacra de la que tampoco yo estoy inmune, porque Marruecos ha llegado a levantarme sospechas de proximidad. Sólo queremos viajar lejos, aunque aquella playa remota o aquel apartado rincón que tantas horas nos costó alcanzar, en realidad no ofrecieran demasiada recompensa. Pero es algo duro de admitir, y son legión los que acaban como aquel filisteo de Zaragoza que conocimos en Colombia: inflando hasta lo demencial la épica de las aventuras y describiendo sitios maravillosos que no existen. Disfrazando la verdad con mil trolas, disfrazando de extraordinarios viajes ordinarios.
Hay gente que vive toda su vida instalada en un recuerdo del pasado: un viaje perfecto, una relación fugaz pero idílica, una etapa presumiblemente feliz... Vive con la nostalgia de una sensación perdida que considera única e irrepetible, y la propia idea de experimentarla de nuevo le resulta absurda. La vida entendida como un espacio de tiempo en donde las sensaciones se dan una sola vez y se agotan tras su uso. Siempre me ha parecido triste por lo que tiene de entrega y rendición, de pensar que lo bueno quedó atrás y ya nada podrá igualarlo. Enfilen, pues, hacia el cementerio y no hagan bulto. Nos divertimos en el Moro hace años. Este viaje ha sido mucho mejor.