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Bajo Aragón histórico

Zaragoza y Teruel

Alcañiz, junio de 2016.
La comarca histórica del Bajo Aragón, la Tierra Baja, nunca fue comarca con denominación oficial aunque sí territorio histórico con entidad propia. Pero las cosas se llaman como la gente las llama, y así llaman desde hace décadas a una franja de fronteras nebulosas que vigila la margen derecha del Ebro. Propiedades que fueron de las oscuras órdenes militares y provincia que no pudo ser, la cuarta aragonesa que prometieron estudiar para luego incumplir. Por haber venido sin referencias literarias que llevarnos a la boca, el Bajo Aragón se ha demostrado algo diferente de lo esperado. Recuerdo vagamente cómo visualicé que sería, porque la imagen que te formas de un sitio suele esfumarse en cuanto llegas a él. Desaparece para siempre, como las ideas geniales que olvidas anotar.

¿Permanece la singularidad de la Tierra Baja? Ni idea; nunca había puesto un pie aquí y mi única enseñanza es la impresión superficial de un trayecto incompleto. En España esos rasgos distintivos se volatilizaron muchas fechas atrás y apenas son el eco de voces apagadas. No existen salvo en la mente de quienes sienten nostalgia por la pérdida de unas épocas que no conocieron. Además, el nuestro es un presente en fuga, un presente que huye a escape: deslumbra el sol y antes de escurrirse ya es pasado mañana porque hoy caducó anteayer. Todo lo hace viejo pronto, provoca el suceso inverosímil de que las cosas nazcan obsoletas. Implacable con el tiempo anterior, al que niega y extermina por considerarlo inútil, nos guía hacia un futuro monocorde en donde la singularidad se limitará a lo puramente anecdótico. La uniformidad es monotonía, un puto coñazo; vacía de interés todo lo que toca.

Bajo Aragón es un término en apariencia absurdo: poca tierra baja hay por aquí. Sin embargo, no se refiere a la elevación sino al río que divide en dos la región entrando por un flanco y saliendo por el contrario. Un lugar surtido de paisajes, al punto de que será difícil leer sobre la comarca sin caer acribillado a ocurrencias como «tierra de contrastes» y similar, tan sobadas por la cháchara turística como el tabloide deportivo en una taberna. Al trazar la ruta pensé que el Matarraña sería una bonita aunque insulsa transición entre los retiros del Ebro y el Maestrazgo (el meollo junto con Alcañiz, núcleo grande y con ínfulas de ciudad), pero su muestrario de pueblos monumentales (esos que los cursis y otras flores tiernas llaman «pueblos con encanto») podría retar a duelo a cualquiera de superior fama y salir bien librado. Menos profanados por la turba que la mayoría de su especie, Valderrobres, Calaceite, etc. han sido un descubrimiento que prueba que, en efecto, «Teruel existe».

Hospitalarios, templarios -hasta su completa trituración en los arranques del XIV-, calatravos y, en menor escala, sepulcristas dominaron durante siglos grandes zonas de Aragón. Las órdenes del Temple, Hospital y Sepulcro penetraron a raíz del delirante testamento de Alfonso I, adjetivado Batallador por la historiografía. Rey de temperamento, digamos, poco sosegado e itinerante vida como latigo del sarraceno, murió sin descendencia en 1134 dejando tras de sí unas últimas voluntades que causaron estupor. Con la vehemencia que nunca abandona al alucinado, el Batallador nombró a templarios, hospitalarios y sepulcristas herederos universales del Reino por terceras iguales partes. Un mandato ilegal (podía disponer a capricho de las tierras conquistadas, pero no de las dinásticas recibidas en herencia) que soslayaba a sucesores directos en beneficio de unas órdenes militares extranjeras y desvinculadas de la lucha contra la morisma en Aragón.

Conozco dolientes que por agravios más insignificantes escupieron sobre la tumba del difunto. Y ellos no tenían un reino que heredar, sólo deudas y un cuadro naif que la tía Fermina pintó borracha. Que ese testamento jamás atracó en puerto alguno, no habría para qué decirlo. A nadie interesó alborotar demasiado, ni a los agraciados siquiera, que en contraprestación a la renuncia de su derecho obtuvieron cantidad de plazas fuertes. Pero dinamitó aquel Aragón del siglo XII que incluía a una Navarra que, aprovechando el descontrol, se desgajó para restaurar su monarquía en la persona de García Ramírez, nieto del Cid. Los hospitalarios, premiados con los bienes del fulminado Temple, ganaron Caspe, Chiprana y Castellote. La orden de Calatrava aterrizó medio siglo después por sus logros frente a los almohades en la frontera castellana y gobernó buena parte del Bajo Aragón: Alcañiz, Calaceite, Monroyo, Maella...

Varios años van desde que diseñé esta ruta. Acabó, sorpresa de sorpresas, hacinada en el baúl de los proyectos olvidados, pudridero de buenos deseos que de tan repleto pronto estallará como prueba del crimen y el cielo negro caerá sobre mí. Más planes que obra realizada, como cuando las horas por venir me parecían un espacio temporal interminable. Se ve que mientras unos mueren de falta de inquietudes, otros lo hacemos de su exceso. Como no llevo muy bien la resignación cristiana, tal vez sea el momento de pegar fuego al baúl de los proyectos olvidados y empezar de cero, fresco como un desmemoriado.